Los
acantilados
marinos
se originan por la acción abrasiva
del oleaje en la base del terreno costero.
Conforme progresa la erosión, las
rocas que sobresalen por la
socavación de la base del
acantilado se desmoronan debido a la
gravedad y el acantilado retrocede.
Los acantilados generados en rocas masivas
y relativamente resistentes, tienden a
formar un escarpe muy pronunciado. El
oleaje actúa en las fracturas y
diaclasas que constituyen zonas de
debilidad en las rocas. En estas
áreas vulnerables, la acción
mecánica del oleaje provoca
incisiones que pueden concluir en la
formación de arcos y pilones, o
bien con el desplome de parte de la ladera
por pérdida del confinamiento.
De acuerdo a su estado evolutivo, los
acantilados marinos pueden clasificarse en
vivos, estabilizados y muertos,
según si están siendo
atacados actualmente por el oleaje
(ver figura 1).
Un acantilado vivo es aquel cuya base
está en contacto con el mar y es
atacada por éste. Cuando el oleaje
no es capaz de retomar los materiales
desplomados por la gravedad desde los
acantilados y, en consecuencia, ya no
ataca la base de los mismos, se generan
acantilados estabilizados, es decir, que
ya no retroceden por acción marina.
En estos casos, la vegetación es
capaz de comenzar a colonizar el escarpe.
No obstante, en períodos de
bravezas o marejadas, el oleaje puede
volver a atacar la base del acantilado. Un
acantilado muerto, es aquel que en ninguna
circunstancia es tocado por el oleaje en
su base.
Además del oleaje, un factor
determinante en la forma que adquiera un
acantilado es el tipo y disposición
de las rocas que lo constituyen
(ver figura 2).