Hay arquitectos cuyo quehacer puede situarse con facilidad en un contexto 
          determinado. En tales casos, son los respectivos ámbitos biográficos, 
          geográficos o culturales, los que permiten comprender mejor, 
          tanto las modalidades de gestación, como el sentido de una obra. 
          Este no es el caso de José Cruz, cuyo trabajo se entiende mejor 
          desde un cierto transitar. Un transitar entre lugares, entre quehaceres 
          y entre dimensiones diversas de la arquitectura. La suya es, por tanto, 
          una obra tensada por polaridades, siendo precisamente la presencia de 
          tales polaridades, la que genera el sistema de coordenadas, a partir 
          del cual esta obra puede ser mejor comprendida. 
          ENTRE BARCELONA Y VALPARAISO
          “En Barcelona aprendí 
            a calcular una viga”, me confesó en una ocasión 
            José Cruz, reduciendo – con el exceso con que suele hacerlo- 
            a un cierto dominio técnico la clave de su aprendizaje en Barcelona 
            . Es probable que haya aprendido bastante más en los 17 años 
            que permaneció allí, y en su paso por una escuela que, 
            por entonces, atravesaba por uno de sus mejores momentos. José 
            Cruz comenzó sus estudios de arquitectura en la Universidad 
            Católica en Santiago –después de haber hecho un 
            año de ingeniería en la Universidad de Chile – 
            pero, a poco andar, viajó a Barcelona donde completó 
            sus estudios de pre grado e inició los de doctorado. Allí 
            participó también en actividades docentes de la Escuela 
            de Arquitectura, junto al filósofo Eugenio Trías, así 
            como en las del Col.legi de Filosofía. Simultáneamente 
            escribió para la revista Jano Arquitectura y comenzó 
            su práctica profesional en un despacho situado en una vieja 
            casa de la calle Nueva Santa Eulalia en la parte alta de Sarriá.
          Es probable que José 
            Cruz nunca haya perdido de vista lo que, paralelamente, ocurría 
            en Chile. Recuerdo un encuentro fortuito con él – debe 
            haber sido Enero de 1978 - en el patio de los Naranjos de Lo Contador, 
            una calurosa tarde de verano. Venía en busca de los trabajos 
            de Raúl Irarrázaval sobre el Valle Central, los que 
            había conservado en su memoria y, por alguna razón, 
            y le había parecido de interés recuperar. 
          Hasta donde puedo recordar, 
            es en un proyecto de Concurso para Correos de España, realizado 
            a comienzos de los ochenta, donde percibí por primera vez el 
            intento de José Cruz por poner en juego un modo de aproximación 
            al proyecto que se apoyara en alguno de los supuestos de la Escuela 
            de Valparaíso. Los vínculos familiares que lo unían 
            a Alberto Cruz Covarrubias y la convicción, adquirida desde 
            la distancia, del interés y la originalidad de la investigación 
            realizada en Valparaíso, hicieron que, poco a poco, José 
            Cruz fuese construyendo una versión propia de estas ideas. 
            Todo ello se potenció con su vuelta a Chile y la obra de madurez 
            que aquí comenzó a desarrollar.
          Esta tensión entre 
            una visión surgida de la experiencia barcelonesa, con sus componentes 
            de dominio técnico y conocimiento de las coordenadas de la 
            discusión arquitectónica y el pensamiento contemporáneo, 
            y a la vez marcada por la Escuela de Valparaíso, con su énfasis 
            en la investigación y en la peculiaridad de la situación 
            americana, marca profundamente el pensar y el hacer de José 
            Cruz. Ella se hace presente como una fértil doble distancia, 
            que le ha permitido enfrentar los problemas arquitectónicos 
            con originalidad propia y sintetizar un lenguaje que, sin pretender 
            constituirse en un punto de partida, ha ido siendo cada vez más 
            reconocible . Haber sido capaz de resistir y a la vez orientar dicha 
            tensión como motor de su producción arquitectónica, 
            es un hecho fundamental para comprender la índole y resultados 
            de la arquitectura de Cruz. 
          ENTRE EL FUNDAMENTO Y EL 
            OFICIO
          José 
            Cruz ha desarrollado su obra dentro del ámbito habitual de 
            los encargos profesionales, respondiendo con probidad a su dinámica 
            propia. Sin embargo, ello no ha sido obstáculo para que cada 
            obra dé lugar a un discurso que aparece como su fundamento 
            explícito. Este requerimiento, fundamental para José 
            Cruz, se expresa en sus carpetas de trabajo, dando lugar a manuscritos 
            y dibujos que recogen las observaciones, los puntos de partida y la 
            estructura interna que gobierna dichas obras. Muchas veces, tales 
            manuscritos han acompañado la publicación de sus obras, 
            como testimonio del pensar que les ha dado origen(1). 
            Es a partir de estas ideas que José Cruz insiste en explicar 
            su obra ya que, para él, es precisamente ése el plano 
            en que la obra se sitúa con mayor propiedad, aquél que 
            permite comprenderla y juzgarla adecuadamente. 
          Se 
            podría pensar, que tal ejercicio corresponde al de un arquitecto 
            teórico. Ello es, en cierto modo, verdadero; hay siempre una 
            cierta dimensión, o al menos una posición teórica 
            en la obra de José Cruz. Sin embargo tal percepción 
            de su obra sería incompleta. Su punto de partida teórico 
            está siempre contrapesado por un dominio claro y maduro del 
            oficio, que se expresa, entre otras cosas, en una concepción 
            cabal de la estructura y una maestría en la construcción. 
            Sus obras presentan muchas veces una dimensión técnica, 
            no pocas veces compleja, que en ocasiones se oculta intencionalmente, 
            como si se quisiese que esta dimensión no pesara al experimentarlas. 
            Este dominio del oficio no sólo otorga una necesaria solidez 
            a su obrar, sino que se presenta como una posibilidad adicional de 
            intensificación de la obra; una obra que resiste desde su concepción 
            general a sus detalles(2). 
          Las obras de José 
            Cruz están, entonces, siempre tensadas entre la abstracción 
            de un pensar teórico y lo concreto de una pensar material. 
            No es frecuente encontrar una tal tensión entre los arquitectos 
            latinoamericanos. Ella es, muy probablemente, una de las contribuciones 
            más fundamentales de José Cruz al panorama de la arquitectura 
            chilena contemporánea. 
          ENTRE LA ESCULTURA Y LA 
            ARQUITECTURA
          Desde 
            los años que compartimos en Barcelona, recuerdo a José 
            Cruz dedicando unos fines de semana extendidos a la escultura en su 
            taller de Samalús en las afueras de Barcelona. Más allá 
            de la envidia que me provocaba la posibilidad de articular esta actividad 
            artística suya de carácter íntimo, casi semi 
            clandestino, con su quehacer profesional, era perceptible que tal 
            actividad manifestaba un lado significativo de su vocación. 
            Bastaba examinar algunos de sus resultados para comprobar que se trataba 
            de algo más que un pasatiempo de fin de semana. Las exposiciones 
            que posteriormente ha realizado en Chile han permitido hacer pública 
            esta faceta suya y dar estatuto propio a esta actividad artística 
            de Cruz(3).
          En 
            efecto, para José Cruz la escultura ha constituido un modo 
            de reflexión sobre la forma y la materia. Una reflexión 
            que, a diferencia de lo que ocurre con la arquitectura parte de un 
            encargo propio, sigue el ritmo de una dinámica autónoma 
            y se ejecuta directamente con las manos. Todo ello contrasta con las 
            condiciones de la producción arquitectónica y a la vez 
            la complementa. La relación que se produce entre escultura 
            y arquitectura tiene, en José Cruz, algo similar con aquella 
            que se daba entre pintura y arquitectura en Le Corbusier, quien concebía 
            la pintura como el laboratorio de su arquitectura(4). 
            Ella constituye una suerte de campo abstracto en el cual es posible 
            explorar determinados asuntos relacionados con la forma y el espacio, 
            asuntos que frecuentemente dan origen a argumentos de arquitectura. 
            Si una arquitectura como la de José Cruz presenta una dimensión 
            de investigación, una porción significativa de ese esfuerzo 
            de investigación se da en esta práctica de la escultura.
          Esta brevísima referencia 
            a tensiones y distancias entre lugares significativos, dimensiones 
            arquitectónicas y actividades, permite entender la posición 
            de José Cruz como un lugar donde se conectan, se encuentran 
            y dialogan situaciones originalmente lejanas que su arquitectura es 
            capaz de conectar. Es este juego de recorridos, de tensiones y distancias 
            el que permite situar debidamente las múltiples contribuciones 
            de José Cruz a la arquitectura que ha realizado en Chile desde 
            la década del noventa. Es desde él que se entiende la 
            condición inaugural de una obra como el pabellón de 
            Chile en la Exposición Universal de Sevilla de 1992, que contribuyó 
            a detonar una nueva mirada acerca de la arquitectura chilena en el 
            panorama internacional. Es desde él también que se entiende 
            la solidez técnica y arquitectónica que exhiben una 
            serie de obras, frecuentemente realizadas en madera, las que además 
            de su calidad intrínseca fueron capaces de modificar la sensibilidad 
            material de la arquitectura en Chile. Y es también desde él 
            que puede entenderse la madurez inusual de una obra reciente como 
            la Universidad Adolfo Ibáñez, que realizada en un plazo 
            mínimo, es capaz de dar con una forma arquitectónica 
            que a la vez configura una compleja vida universitaria y plantea una 
            meditada relación con la presencia de la cordillera y el paisaje 
            del valle central. 
          La obra y la actividad 
            arquitectónica de José Cruz pueden verse entonces, simultáneamente, 
            como una serie de caminos que unen puntos distantes de la cultura 
            y el pensamiento arquitectónico contemporáneo, a la 
            vez como un cruce privilegiado entre dichos senderos. 
          
            Fernando Pérez Oyarzun
            Agosto 2004