Durante el siglo XIII, la agricultura europea elevó considerablemente sus rendimientos. Las tierras se empezaron a cultivar en base a la rotación trienal; vale decir, dos años de producción frente a uno de barbecho, lo cual aseguró una mayor cantidad de alimento. Ello significó disponer de cereales de invierno (trigo candeal o centeno) y, tras un reposo que duraba más de seis meses, cereales de primavera (avena o cebada). Estos cereales, combinados con la carne de vacuno y de cerdo, constituían la base alimenticia de la población europea de aquella época.
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El entusiasmo y la bonanza de estos tiempos se desplomaron a partir de 1320. Desde entonces, y durante unas cuatro décadas, la temperatura promedio bajó en aproximadamente 1,5 grados Celsius y se arruinaron las cosechas en toda Europa. Inviernos largos y lluviosos, sumados a veranos más cortos, impidieron la maduración de los granos de trigo, cebada o centeno y el fantasma del hambre se hizo presente en la sociedad.
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El campesinado se vió sometido a largas hambrunas, impedido de poder adquirir alimentos importados desde Oriente a mayor precio. Por lo tanto, las zonas más golpeadas por el hambre fueron aquellas más alejadas de los centros comerciales ubicados principalmente en la Europa cara. El hambre elevó sobre todo la mortalidad infantil y debilitó a una población cada vez más expuesta a las enfermedades.
Otra consecuencia fueron los numerosos alzamientos campesinos contra los señores feudales, quienes seguían cobrándo los mismos impuestos a pesar de la mala situación alimenticia. |