A lo largo de los siglos XVI y XVII la corona, gracias al Real Patronato, ejerció un poderoso control sobre la organización financiera, institucional y judicial de la Iglesia en América.

En el siglo XVIII estas prerrogativas del monarca aumentaron aún más en virtud de la aplicación de la doctrina regalista. Ésta concedía al rey de España el derecho a desempeñar la función de vicario general de Dios en la Iglesia americana, a expensas de la autoridad papal.

Mediante real cédula del 14 de julio de 1765 se dio carácter oficial al regalismo que implicó, asimismo, el traspaso al rey de todos los aspectos de la jurisdicción eclesiástica. Sólo la potestad de orden (facultades sacramentales adquiridas por los clérigos al ordenarse) no podía ser ejercida por el rey, por ser ésta de naturaleza sacerdotal.

Así por ejemplo, mientras antes el rey nombraba a las dignidades eclesiásticas tras recibir una propuesta, ahora podía sustituirlas a su soberana voluntad.

En el marco de esta política hay que comprender la brusca expulsión de América de la Compañía de Jesús en 1767. Tal como señala acertadamente John Fisher, "lo que realmente se pretendía con la expulsión era eliminar el imponente obstáculo que constituían los jesuitas para el nuevo regalismo de Carlos III y sus ministros".

A esto debemos agregar otras razones, entre las cuales figuran el inmenso poder económico, materializado en la posesión de enormes haciendas, y el temor al influjo que sobre la masa indígena ejercían los jesuitas.



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